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viernes, 25 de noviembre de 2011

Laberinto de espejos


Mirara donde mirara, veía siempre la misma imagen una y otra vez, acosándome desde cada rincón. Caminaba prácticamente a oscuras por aquel laberinto, desorientada, y cada uno de los espejos dejaba una marca en mi cuerpo cuando chocaba contra ellos que enmascaraba enseguida maquillando mi dolor.
De vez en cuando veía aparecer una luz cegadora que iluminaba mi camino haciéndome creer que la salida estaba cerca; pero siempre caía en la misma trampa y la rutina se repetía. Las huellas cubrían ya casi todas las células de mi cuerpo.
Cerré los ojos procurando contener toda mi angustia e impotencia, hasta que oí un ruido. Acababan de dar las doce de manera pausada, acompasada y respetable en el reloj del pasillo. La casa había quedado finalmente a oscuras y tan sólo se escuchaba la respiración fuerte y entrecortada del abuelo, dormido desde hacía rato. A pesar de encontrarme bajo cobijo, me sentía como si estuviera a la intemperie en pleno invierno. No conseguía conciliar el sueño en esas condiciones.
Salí de mi habitación a hurtadillas y me dirigí a la puerta de entrada, con tan mala suerte, que las tablas del parquet parecían estarse quejando bajo mis pies, como si quisieran delatarme. Permanecí de pie, petrificada durante unos interminables minutos, hasta que me aseguré de que nadie se había percatado de mi aventura nocturna. Cuando al fin la brisa de la noche golpeó mi cara, noté como la sangre empezaba a bullir por mis venas en uno y otro sentido, provocando un atropello de sentimientos, pensamientos y sensaciones a su paso, que despertaban en mí emociones increíblemente fuertes, jamás experimentadas.
Antes de que alguien pudiera despertarse y notar mi ausencia, comencé a correr hacia la plaza Mayor de la ciudad. Las piernas me temblaban, y la conciencia no me dejaba en paz. Sin embargo, sabía que estaba haciendo lo correcto, que no podía seguir con una vida así…
El amanecer no se hizo esperar, y descubrí que, al contrario de lo que antes pensaba, los días podían despertarse con la dulce melodía de un pájaro desde su rama, o incluso con el amable saludo entre conocidos. Por una vez, hasta donde alcanza mi memoria, no escuché gritos, reproches ni llantos.
Sabía que no debía dejarme llevar por las emociones tan pronto. Tenía que continuar, y en esos momentos mi destino estaba a tan sólo unas manzanas.
Atisbé a lo lejos la fortificación que buscaba, el lugar donde la esperanza, la seguridad y el futuro me esperaban. Allí estaba mi mejor amiga, que al ver reflejado tanto pánico en mi cara, se asustó. Yo no podía articular palabra y las lágrimas brotaron de mis ojos como si quisieran limpiar aquello que me atormentaba. Preparó un chocolate caliente y nos sentamos en el sofá.
Pasamos unos minutos calladas, dejando que el silencio expresara todas nuestras emociones. Yo necesitaba sacar de mi interior aquellas vivencias que habían marchitado mi savia interior.
Tras contarla todas las atrocidades y abusos que había tenido que aguantar durante los últimos años, nos fundimos en un fuerte, largo y cariñoso abrazo. Sentí que el gran peso que soportaban mis espaldas se empezaba a aligerar.
Al fin me di cuenta de que la luz que iluminaba la salida de mi laberinto era denunciar la existencia de todo aquello que me retenía dentro.
¡Parecía que la vida me empezaba a sonreír de nuevo después de tantos años de carantoñas!