Mirara donde mirara, veía siempre la
misma imagen una y otra vez, acosándome desde cada rincón. Caminaba
prácticamente a oscuras por aquel laberinto, desorientada, y cada uno de los
espejos dejaba una marca en mi cuerpo cuando chocaba contra ellos que
enmascaraba enseguida maquillando mi dolor.
De vez en cuando veía aparecer una luz
cegadora que iluminaba mi camino haciéndome creer que la salida estaba cerca;
pero siempre caía en la misma trampa y la rutina se repetía. Las huellas cubrían
ya casi todas las células de mi cuerpo.
Cerré los ojos procurando contener
toda mi angustia e impotencia, hasta que oí un ruido. Acababan de dar las doce
de manera pausada, acompasada y respetable en el reloj del pasillo. La casa
había quedado finalmente a oscuras y tan sólo se escuchaba la respiración
fuerte y entrecortada del abuelo, dormido desde hacía rato. A pesar de
encontrarme bajo cobijo, me sentía como si estuviera a la intemperie en pleno
invierno. No conseguía conciliar el sueño en esas condiciones.
Salí de mi habitación a hurtadillas y
me dirigí a la puerta de entrada, con tan mala suerte, que las tablas del
parquet parecían estarse quejando bajo mis pies, como si quisieran delatarme.
Permanecí de pie, petrificada durante unos interminables minutos, hasta que me
aseguré de que nadie se había percatado de mi aventura nocturna. Cuando al fin
la brisa de la noche golpeó mi cara, noté como la sangre empezaba a bullir por
mis venas en uno y otro sentido, provocando un atropello de sentimientos, pensamientos
y sensaciones a su paso, que despertaban en mí emociones increíblemente fuertes,
jamás experimentadas.
Antes de que alguien pudiera
despertarse y notar mi ausencia, comencé a correr hacia la plaza Mayor de la
ciudad. Las piernas me temblaban, y la conciencia no me dejaba en paz. Sin
embargo, sabía que estaba haciendo lo correcto, que no podía seguir con una
vida así…
El amanecer no se hizo esperar, y
descubrí que, al contrario de lo que antes pensaba, los días podían despertarse
con la dulce melodía de un pájaro desde su rama, o incluso con el amable saludo
entre conocidos. Por una vez, hasta donde alcanza mi memoria, no escuché
gritos, reproches ni llantos.
Sabía que no debía dejarme llevar por
las emociones tan pronto. Tenía que continuar, y en esos momentos mi destino
estaba a tan sólo unas manzanas.
Atisbé a lo lejos la fortificación que
buscaba, el lugar donde la esperanza, la seguridad y el futuro me esperaban.
Allí estaba mi mejor amiga, que al ver reflejado tanto pánico en mi cara, se
asustó. Yo no podía articular palabra y las lágrimas brotaron de mis ojos como
si quisieran limpiar aquello que me atormentaba. Preparó un chocolate caliente
y nos sentamos en el sofá.
Pasamos unos minutos calladas, dejando
que el silencio expresara todas nuestras emociones. Yo necesitaba sacar de mi
interior aquellas vivencias que habían marchitado mi savia interior.
Tras contarla todas las atrocidades y
abusos que había tenido que aguantar durante los últimos años, nos fundimos en
un fuerte, largo y cariñoso abrazo. Sentí que el gran peso que soportaban mis
espaldas se empezaba a aligerar.
Al fin me di cuenta de que la luz que
iluminaba la salida de mi laberinto era denunciar la existencia de todo aquello
que me retenía dentro.
¡Parecía que la vida me empezaba a
sonreír de nuevo después de tantos años de carantoñas!
No hay comentarios:
Publicar un comentario